El amor como ternura
En los últimos tiempos, gratamente, hemos sido testigos de varias publicaciones, charlas, conferencias, talleres sobre la TERNURA. Parece paradójico que en un mundo donde la inteligencia artificial está sobre nuestros talones estemos tan pendientes de nombrar y recuperar esta forma de amor tan sutil y “poco productiva”. ¿Qué tanto impacto puede tener un gesto de ternura en medio de tantos conflictos y problemas complejos y cotidianos? ¿Qué sentido tiene en el umbral de la era de la tecnología profetizar la ternura?
Pareciera que es generalizado, en medio de tanta red social, esta gran percepción comunitaria de sentirnos solos, de que a veces no tenemos con quien compartir realmente lo que nos pasa. Nos volcamos, una y otra vez, sobre las pantallas tratando de que nos devuelva algún impulso de experiencia vital. Y ya casi sin darnos cuenta caemos en la trampa de quedarnos en “el afuera”, en un abismo de usuarios, consumo y sin sentido.
La ternura es todo lo contrario. Es la expresión del amor que más tiene que ver con “el adentro”, con nuestro interior, con la complicidad que gestamos con la vida en secreto y en silencio. No con lo que hacemos porque queremos que sea visto, validado y reconocido sino con la armonía de un sonido imperceptible de una hermosa sinfonía.
La ternura no tiene límites y quizás sea el gran proyecto de la humanidad: la ciencia, la educación, la política, la crianza, las empresas, las ciudades y la lista podría seguir interminable. No hay nada que quede afuera. Comulgar con la ternura nuestra de cada día para conectarnos con la certeza más real de nuestra humanidad. Dejar alumbrar nuestros pensamientos y emociones, nuestras quejas y críticas, nuestras ansiedades y ambiciones, nuestros miedos tan hondos y sentidos con este hilo de luz mínimo pero arrasador. No hace falta explicar mucho más, todos alguna vez hemos sido salvados por un gesto de ternura que nos desarmó en mil pedazos de agradecimiento y de pronto, nunca nos sentimos tan vivos. Para terminar elegimos un texto narrativo, para dar cuenta de esta forma de amor tan bella que escapa a la reflexión y al análisis conceptual. Sea en honor de todos y todas los que alguna vez nos explicaron el motor del amor sin emitir un solo sonido:
“Nos sentábamos en un banco. Los bancos eran muy bonitos, nuevos, decorados con azulejos (…). Si era por la tarde, mi abuela solía llevarme un bocadillo de carne y una naranja, como merienda. Pelaba muy bien las naranjas. Unas veces la cáscara parecía una estrella o una flor, otras una larguísima serpiente de carnaval. Cuando me había comido la carne y la naranja, procuraba que jugase con algún otro niño, pero aquella forzada convivencia no resultaba fácil. Para mi, mi abuela era la ternura, el calor y la compañía”. Fernando Fernan Gomez, El tiempo amarillo, Ed. Debate, Madrid, 1990.
“Cuando con la primera luz de la mañana, el canto de los pájaros me despertaba, él ya no estaba allí, se había ido al campo con sus animales, dejándome dormir (…). Ese fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que nos los volvería a ver”